sábado, 2 de abril de 2016

Algo de Klimt




Klimt, arrebato
y contemplación


Germaine Gómez-Haro



Hay creadores cuyo arte sufre las inclemencias y bondades del paso del tiempo de manera más enrevesada que otros. El contexto y la circunstancia que a cada artista le toca vivir son factores determinantes del devenir de su obra, en algunos casos inclusive más allá de la justa valoración de su trabajo. Gustav Klimt es un claro ejemplo del artista celebrado en sus días, olvidado e inclusive rechazado después de su muerte, y rescatado años más tarde para ser colocado en uno de los pedestales más altos del arte del siglo XX. Sus pinturas, confiscadas por los nazis por ser consideradas “arte degenerado”, después de la segunda guerra mundial recuperaron literalmente el esplendor áureo que su autor les imprimió, a tal punto que en 2006 el celebérrimo Retrato de Adèle Bloch-Bauer se convirtió en el cuadro más caro del mundo, adquirido en subasta por 135 millones de dólares por el magnate de la industria cosmética Ronald Lauder. A 150 años de su nacimiento, Gustav Klimt es festejado con diez magnas exposiciones en Viena y otras más en diferentes partes del mundo. Los estudiosos del artista consideran la ocasión pertinente para revisitar su obra y proponer una fresca lectura de su compleja y exuberante pintura que –como en el caso de Frida Kahlo– ha sido víctima de una enajenación mercantilista desmesurada que banaliza el valor intrínseco de su trabajo, una de las creaciones más originales, honestas y estremecedoras del arte moderno universal. 


Gustav Klimt nació el 14 de julio de 1862 en Baumgarten, un poblado cercano a Viena, entonces capital del imperio austro-húngaro que comenzaba a perfilarse como la gran metrópoli financiera y cultural en la que se convertiría hacia fines del siglo. Hijo de un modesto orfebre que luchó sin mucho éxito por sacar adelante a siete hijos, a Klimt –el segundo varón de la familia– le tocó crecer al margen de una sociedad hipócritamente conservadora y pretenciosa en la que la burguesía financiera e industrial escalaba los peldaños de la gloria a pasos agigantados, toda vez que el imperio más prominente de Europa Central se debilitaba lenta e irremediablemente sin querer percatarse de su inminente desplome. Paradójicamente, surgía el fenómeno socio-cultural conocido como Viena 1900, del que surgieron algunas de las figuras artísticas, intelectuales y científicas más relevantes de la primera mitad del siglo pasado. Gustav Klimt es, sin duda, la estrella creativa más brillante de esa constelación.
El surgimiento de un icono
Gustav y sus dos hermanos, Ernst y Georg, se iniciaron en el oficio de la orfebrería, al cual solo Georg dio seguimiento, mientras que Gustav y Ernst muy pronto manifestaron una inusual destreza para la pintura y el dibujo, lo cual los llevó a matricularse en la Escuela de Artes Decorativas. Junto con Franz Matsch, los hermanos Klimt fueron los discípulos más cercanos de Ferdinand Laufberger, pieza clave del movimiento de diseño decorativo que por esos años estaba en pleno apogeo en la renovación de la capital vienesa. Entusiasmado por el extraordinario trabajo en equipo que realizaban los tres jóvenes, Laufberger fue el motor que los lanzó a la realización de importantes obras por encargo que muy pronto los catapultaron a la fama: en 1879 trabajaron en el proyecto para celebrar las bodas de plata de los emperadores Francisco José y Sissi; en 1880 decoraron las pechinas y el plafón de la sala de reuniones del Palacio Sturany en Viena y la escena principal del plafón del balneario de Karlsbad, en la República Checa. En 1883, tras finalizar sus estudios, los tres artistas rentaron un estudio y formaron la Compañía de Artistas, un taller que ofrecía la producción de pintura mural decorativa para espacios públicos. Dado el auge de la renovación arquitectónica por el que atravesaban numerosos edificios de la recién trazada Ringstrasse (la majestuosa calle circular que rodea la ciudad, donde el monarca hizo levantar los edificios más suntuosos) el trío de jóvenes artistas recibió múltiples encargos, entre ellos las pinturas para el nuevo teatro de Viena –el Burgtheater–, por el que Gustav recibió en 1888 de manos del emperador la Cruz de Oro al Mérito Artístico. Formó parte de la Kunstlerhaus (Casa de los Artistas), donde se reunían los creadores más destacados del momento, y ese mismo año realizaron las pinturas para el Museo de Historia del Arte (Kunsthistorisches Museum), por las que les fue otorgado otro importante reconocimiento. Las obras de este período obedecían a la tradición académica neoclásica promovida por el Estado, un estilo historicista que muy pronto comenzó a cansar al inquieto Gustav, cuyos demonios internos comenzaban a aflorar.

La secesión vienesa y la lucha por la libertad del arte
En 1892 murieron su padre y su hermano Ernst, y en 1894 colaboró por última vez con Matsch en el proyecto más ambiciosos que les fuera comisionado y por el cual se desató una descomunal polémica: las famosas Pinturas de las Facultades, realizadas para el Aula Magna de la Universidad de Viena, en las que Klimt desarrolló los temas de La Filosofía, La Medicina y La Jurisprudencia. En estos lienzos de grandes dimensiones (430 x 300), Klimt se aventuró por primera vez a romper de tajo con el lenguaje historicista, tanto en la forma como en el contenido, y dio rienda suelta a su imaginación inspirado en el movimiento simbolista que recién había descubierto, lo que provocó el rechazo de los académicos que esperaban una representación didáctica acorde al positivismo decimonónico. Al ser tachadas de “pornográficas” por la crítica, Klimt optó por retirarlas y renunciar al cargo. A partir de estas obras cargadas de veladas referencias ontológicas y símbolos crípticos, Klimt se desliga del sector oficial y se convierte, sin proponérselo, en el artista avant garde por excelencia del arte vienés, y una figura fundacional del arte moderno. Las pinturas se conservaron más tarde en el Palacio Immendorf donde fueron destruidas por un incendio provocado por las tropas nazis durante la segunda guerra mundial.
1897 es una fecha crucial en el panorama cultural de la flamante capital austríaca, por esos años ya convertida en una urbe altamente sofisticada y cosmopolita comparable a París, el epicentro artístico del fin de siècle. En los cafés y tertulias de salón en las que Klimt participaba, alternaban los escritores Karl Kraus, Arthur Schnitzler, Hermann Bahr, Hugo von Hofmannsthal, Peter Altenberg; los pintores Carl Moll, Ferdinand Andri y Koloman Moser; los arquitectos responsables del nuevo urbanismo vienés Otto Wagner, Adolf Loos, Josef Hoffmann y Josef Maria Olbrich; los músicos Gustav Mahler, Arnold Schönberg y Anton von Webern, y una figura clave cuya influencia fue crucial en el devenir de todos los creadores del momento: Sigmund Freud.



El 3 de abril de ese año se concretó el deseo acariciado por Klimt de independencia y libertad tras su ruptura con el sector oficial que, paradójicamente, lo había convertido en el “pintor de moda” de la época: la creación de la Secesión de Viena, una asociación de artistas rebeldes que pugnaban por un arte libre de ataduras y convenciones, encabezada por Moser, Hoffmann y Olbrich, y de la cual Klimt fue su presidente fundador. El objetivo de la asociación se sintetiza en palabras de Hermann Bahr, portavoz del grupo y miembro activo de la vanguardia literaria vienesa: “Queremos declarar la guerra a la rutina estéril, al rígido bizantinismo, a todas las formas del mal gusto… Nuestra Secesión no es un enfrentamiento de los artistas modernos con los viejos, sino una lucha por la revaloración de los artistas frente a los buhoneros del arte que se las dan de artistas y que tienen interés comercial en evitar que el arte pueda florecer.” La Secesión vienesa compartió afinidades con otros movimientos coetáneos en Europa, como el modernismo español, el art nouveau en Francia y Bélgica, el modern style en los países anglosajones, el Jugendstil en Alemania y los Países Nórdicos, el liberty o floreale en Italia, y el nieuwe kunst en los Países Bajos. En 1898 tuvo lugar la I Exposición de la Secesión de Viena. El cartel que Klimt diseñó para la ocasión –una representación de Teseo y el Minotauro– levantó nuevamente los vientos de la controversia por ser considerado inmoral, situación que se repitió de tanto en tanto a lo largo de toda su carrera. Sin embargo, la muestra resultó todo un éxito, inclusive en el sector oficial que aprovechó la coyuntura para difundir una imagen oficial moderna y progresista que escondiera su verdadera realidad: una Viena fragmentada por conflictos territoriales, sociales, políticos y culturales. El año siguiente se inauguró su sede, un edificio paradigmático construido por Olbrich que se convirtió en el templo del arte moderno vienés, sobre cuya puerta de entrada reza la siguiente frase que sintetiza la filosofía del grupo: “A cada tiempo su arte, y a cada arte, su libertad.” Se publica la revista Ver Sacrum (“Primavera dorada”), órgano de difusión de sus preceptos estéticos e intelectuales. La Viena imperial, con sus contradicciones y contrastes deviene, en el ocaso del siglo, una ciudad luz que brilla con la misma intensidad que París.

Del escándalo a la consagración
Inmerso en el frenesí creativo propiciado por los aires liberales de la secesión, Klimt realiza dos pinturas emblemáticas que son el detonante de un estilo que alcanzará el más alto grado de sofisticación en la representación de la mujer: Palas Atenea (1898) y Nudas Veritas (1899), en cuya sección superior se lee un verso de Schiller que el artista hace suyo como leitmotiv de su postura estética: “No puedes agradar a todos/ con tu hacer y tu obra de arte;/ haz justicia sólo a unos pocos;/ gustar a muchos es malo.” Con esa premisa, Klimt entra de lleno a la modernidad y consolida su lenguaje estético contra viento y marea, según sus propias palabras: “Lo importante para mí no es a cuántos gusta, sino a quiénes.”

Palas Atenea, 1898
En 1905, tras su participación en numerosas exhibiciones en la Secesión que cosecharon grandes éxitos económicos y reconocimientos en el extranjero, Klimt decide separarse del grupo a consecuencia de un conflicto generado en torno al Friso de Beethoven, una de sus obras más ambiguas y provocadoras que suscitaron un nuevo escándalo. En el marco de una exposición en homenaje al gran compositor alemán, Klimt realiza tres pinturas murales de grandes dimensiones en las que se centra en la lucha entre el bien y el mal, inspirado en el Himno a la alegría del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía. Con este pretexto, el pintor inicia una reflexión sobre la esencia de la condición humana, en la que aparece el erotismo, la sensualidad y la belleza ejemplificados por hermosas figuras femeninas, así como la contraparte del mal, la miseria y la muerte están presentes a través de figuras esperpénticas, cráneos y mujeres perversas, por lo que nuevamente fue tachado de demente y pervertido.


A partir de este suceso, Klimt se deslinda definitivamente de la opinión pública y en 1907 da comienzo su etapa de mayor carga sexual, conocida como “período dorado” por la profusión del oro como motivo decorativo que envuelve sus composiciones altamente barrocas en un destello lumínico en contraste con la fuerza expresiva de los personajes, a veces envueltos por un halo trágico. El beso (1907-1908) es sin duda el cuadro icónico del pintor vienés que ha dado la vuelta al mundo plasmado en toda suerte de objetos comerciales para el consumo de los turistas ociosos. Es una obra de gran impacto visual que atrapa por la ternura que provocan los dos cuerpos entrelazados en un abrazo simbiótico que se antoja casi místico, y la profusión decorativa de sus ropajes con base en formas geométricas y orgánicas de un colorido excepcional. La pintura despertó el entusiasmo general y fue adquirida de inmediato por la Galería Nacional de Austria, convirtiéndola en el ícono de la modernidad vienesa. Sin embargo, según mi percepción, no necesariamente se trata de su mejor obra, ni la más significativa. En forma paralela a la delicadeza de El beso, Klimt crea su repertorio de mujeres estremecedoras y cautivadoras que obedecen al concepto de la femme fatale, tan en boga por esos años, con las que el artista expresa su capacidad de riesgo, tanto en las soluciones compositivas como en su significado intrínseco. Danae (1907-1908), presentada al lado de El beso en la muestra inaugural es, para quien esto escribe, una de las representaciones más osadas, eróticas y poderosas de la historia del arte moderno, y encierra, en su simbolismo críptico, la fusión de convulsión y belleza que Klimt supo imprimir a sus representaciones femeninas como ningún otro artista. Muchas son las mujeres míticas y emblemáticas que pueblan el universo Klimt debatiéndose en la dicotomía de la mujer-objeto y la femme fatale, a un tiempo delicadas e impetuosas, fogosas y glaciales, tiernas y perversas, eróticas y maternales. Judith, Salomé, Eva… Vírgenes, gorgonas, ondinas, esfinges, alternan en sus exuberantes lienzos como un homenaje vehemente de un creador pasional y febril a las mujeres que fueron el epicentro de su creación y de su arrebatada vida sentimental –se dice que tuvo amantes por decenas, y que a su muerte aparecieron catorce hijos de distintas madres, aunque su gran musa, Emilie Flöge, permaneció a su lado hasta el fin de sus días. De manera paralela a su pintura figurativa, Klimt despliega el paisaje, género poco conocido dentro de su obra, en el que se palpa la melancolía de su época y el ritmo y la sonoridad de la música de Mahler entonando la experiencia lírica de sus vivencias estivales.
En 1918, a los cuarenta y seis años de edad y en el clímax de su carrera, Gustav Klimt murió víctima de una apoplejía, dejando como legado una de las obras más fascinantes, enigmáticas, estremecedoras y propositivas. Con la distancia podemos ver con claridad que el artista, considerado hace unas décadas como “decorativista y superficial”, fue un visionario que supo adentrase en los claroscuros del alma humana y plasmar sus vericuetos ontológicos como pocos lo han conseguido. Su visión del universo coincide con Schopenhauer: el Mundo como Voluntad, como energía en el ciclo infinito de nacimiento, amor y muerte. Haciendo suya la frase bíblica: “Mi reino no es de este mundo”, Gustav Klimt rompe las barreras de la tradición y, rebasando los límites de la razón y de la belleza convencional, nos lega su arte revolucionario que aún hoy da mucho de que hablar.



http://www.jornada.unam.mx/2012/09/15/sem-haro.html


















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