lunes, 20 de febrero de 2017

Ángel González





















Me basta así

Si yo fuese Dios 

y tuviese el secreto, 

haría un ser exacto a ti; 

lo probaría 
(a la manera de los panaderos 
cuando prueban el pan, es decir: 
con la boca), 
y si ese sabor fuese 
igual al tuyo, o sea 
tu mismo olor, y tu manera 
de sonreír, 
y de guardar silencio, 
y de estrechar mi mano estrictamente, 
y de besarnos sin hacernos daño 
—de esto sí estoy seguro: pongo 
tanta atención cuando te beso—; 
                                entonces,


si yo fuese Dios, 

podría repetirte y repetirte, 

siempre la misma y siempre diferente, 

sin cansarme jamás del juego idéntico, 
sin desdeñar tampoco la que fuiste 
por la que ibas a ser dentro de nada; 
ya no sé si me explico, pero quiero 
aclarar que si yo fuese 
Dios, haría 
lo posible por ser Ángel González 
para quererte tal como te quiero, 
para aguardar con calma 
a que te crees tú misma cada día 
a que sorprendas todas las mañanas 
la luz recién nacida con tu propia 
luz, y corras 
la cortina impalpable que separa 
el sueño de la vida, 
resucitándome con tu palabra, 
Lázaro alegre, 
yo, 
mojado todavía 
de sombras y pereza, 
sorprendido y absorto 
en la contemplación de todo aquello 
que, en unión de mí mismo, 
recuperas y salvas, mueves, dejas 
abandonado cuando —luego— callas... 
(Escucho tu silencio. 
                    Oigo 
constelaciones: existes. 
                        Creo en ti. 
                                    Eres. 
                                          Me basta).





¿Cómo seré yo

cuando no sea yo?

Cuando el tiempo

haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.
Seguramente,
mis sucesivos cuerpos
-prolongándome, vivo, hacia la muerte-
se pasarán de mano en mano
de corazón a corazón,
de carne a carne,
el elemento misterioso
que determina mi tristeza
cuando te vas,
que me impulsa a buscarte ciegamente,
que me lleva a tu lado
sin remedio:
lo que la gente llama amor, en suma.

Y los ojos
-qué importa que no sean estos ojos-
te seguirán a donde vayas, fieles.








Crepúsculo, Albuquerque, invierno


No fue un sueño,
lo vi:

La nieve ardía.








El derrotado

Atrás quedaron los escombros:
humeantes pedazos de tu casa,
veranos incendiados, sangre seca
sobre la que se ceba -último buitre-
el viento.

Tú emprendes viaje hacia adelante, hacia
el tiempo bien llamado porvenir.
Porque ninguna tierra
posees,
porque ninguna patria
es ni será jamás la tuya,
porque en ningún país
puede arraigar tu corazón deshabitado.

Nunca -y es tan sencillo-
podrás abrir una cancela
y decir, nada más: «buen día,
madre».
Aunque efectivamente el día sea bueno,
haya trigo en las eras
y los árboles
extiendan hacia ti sus fatigadas
ramas, ofreciéndote
frutos o sombra para que descanses.






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