lunes, 16 de mayo de 2016

ISLAS Y TINIEBLAS

Kees van Dongen





"Era preciso que ella se encontrase allí." 
(Villiers de l'Isle Adam)




José Escuder era el único varón de cuatro hermanos y el heredero de las propiedades filipinas. Sus hermanas Carmen y Piedad fueron las primeras en pisar una península; eran gemelas, y cuando una se casó con un catalán y después se marchó a vivir a Barcelona —a una hermosa torre en el paseo de la Bonanova—, no pudo separarse de la otra y se la llevó consigo. Milagros se prometió al hijo de otro colono que poseía tierras en Tenerife; su vida transcurría alternando temporadas entre las Filipinas y las Canarias, siempre viajando con su hija Rocío. Carmen, la gemela que quedó soltera, era apacible y beata; Piedad era silenciosa y desconfiada; Milagros, autoritaria; eran domésticamente conocidas con los apelativos de tita Pi y tita Mi. La casa de la Bonanova fue adquiriendo tintes oscuros con el tiempo. Las gemelas se entendían casi sin hablar, el silencio era de una consistencia tan espesa que Mario lo recordaría siempre con escalofríos. Sólo las cortinas, gaseosas y blancas, esparcidas a lo largo de los grandes ventanales de una gran tribuna, daban algo de luz a la vida de las dos mujeres: siamesas sin apéndice físico, sorprendía la una con apariciones imposibles cuando se estaba seguro de que era la otra quien debía asomar... A todos visitó el fantasma —la idea— de que el marido había dormido con las dos, acaso sin saberlo; se dijo incluso que él existía, que aullaba de noche cuando Carmen, la soltera, tomaba baños de sal durante las madrugadas de invierno aduciendo un mal circulatorio. Que se reflejaba su imagen en los ventanales cuando habían limpiado sus retratos... que amaba de veras a la otra, a la soltera, pero que ella lo despreció y, por un motivo inconfesable que las hermanas no iban a revelar jamás, lo instigó a su matrimonio con Piedad.

Carmen acudió a la ceremonia con un rancio vestido de novia, desempolvado de un arca del ajuar Escuder, mientras que su hermana, la que se casaba de veras, lucía un último modelo, sin cola y con una pamela que le cubría los ojos. Fue como asistir a una boda en dos tiempos: la novia recién salida de las páginas de Fifth Avenue Fashions, y una antepasada idéntica, vuelta de la tumba e impávida como una escayola. Al anochecer la fiesta culminó con un tinikling llevado gentilmente por Radio España, los bambúes picaban tan fuerte que el suelo retumbaba y parecía que fuera a desencadenarse un terremoto. Un estrépito vertiginoso y la ingenua jota filipina que tuvo que bailar Carmen Escuder —la novia soltera vestida a la antigua— fueron motivo de chismorreo durante décadas, chismorreo que más tarde se convirtió en el cimiento oral de su leyenda. El programa folclórico estaba previsto hasta las doce, hora en que los novios y su gemela soltera debían desaparecer dentro de un Morgan Plus decorado con cintas, pero una tormenta de alisios volcó todos los muebles del banquete inundando las salas de baile,
se llevó el equipaje en una riada, rompió los cristales empapando a los invitados, destrozó el pastel y arruinó la fiesta y la luna de miel.

Parecía que en aquellas gemelas la identidad de sus respectivas formas no era más que una mutua pasión vampírica. Una vez alguien las vio sonreír ante un féretro y hablar la una con la otra con palabras que no emitían sonidos articulados, sus bocas silabeando —como violines insonoros e invisibles— una melodía remota y triste.


Donde hay nilad.
DPS
Menoscuarto, 2010


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