Atonal, con la paleta de color esporádica y mitigada. Ambigua, de mirada directa pero sombreada. En cualquier caso y sin duda, moderna. El autorretrato es de 1923 y Romaine Brooks, de 57 años, viste como un hombre ataviado por una elegante sastrería. El porte es aristocrático, pero la androginia se concibe como un guiño: las lesbianas de clase alta se identificaban unas a otras por la indumentaria, la elegancia y el porte de mando. Eran la nueva mujer.
La pintora, nacida en 1874 en Roma en una familia adinerada estadounidense, residente en París buena parte de su vida —con escapadas de verano a la costa de Bari— y muerta en Niza. Vivió mucho, estaba a punto de cumplir 96 cuando falleció y, como queda claro, siempre supo elegir escenarios con distinción.
Fue una rebelde y no escondió nunca el lesbianismo, aunque debe anotarse que le resultó fácil porque vivía de la herencia millonaria que le dejó una de sus abuelas y se movía entre la clase alta europea y los expatriados estadounidenses de entreguerras, gente en la que solían confluir tres singularidades: eran creativos, bohemios y homosexuales.
La Dama de Negro, Azaleas blancas y La chaquetilla roja fueron pintados casi en continuidad, en 1910, cuando Brooks acababa de instalarse en París atraída por las emociones fuertes que ofrecían Montparnasse y Montmartre y, no con menos interés, por su amante de entonces, Winnaretta Singer, heredera del imperio de las máquinas de coser y casada en una de esas uniones blancas que los sajones llaman lavender marriage —entre homosexual y lesbiana— con el Príncipe de Polignac.
Los cuadros de Brooks, que expuso por primera vez en la capital francesa ese mismo año, eran casi monocromos, de trazo frío y valientes. Un par de ellos eran desnudos, tema vedado a las mujeres pintoras por la moralina de la época.
En 1911 Brooks se enamoró con locura de la bailarina rusa-judía Ida Rubinstein, una de las bellezas icónicas de la Belle Époque. La pareja fue feliz durante un tiempo y Brooks usó a su amante como modelo frágil y andrógina en varios cuadros, algunos, como La crucifixión, de descarado matiz sexual: Rubinstein parece en coma o yaciendo tras el éxtasis, tendida sobre una superficie blanca que puede simbolizar el ala angélica de su dedicada amante.
La artista también retrató a la bailarina como reina de las flores y en poses más realistas, pero el romace fue interrumpido por la I Guerra Mundial y la negativa de Brooks a vivir a un retiro rural que pretendía Rubinstein. La pintora era una adicta a las relaciones sociales y necesitaba el vértigo de la ciudad como decorado vital.
Uno de los momentos cumbre de Brooks, sobre todo por inesperado dada su aparente indolencia y apego al hedonismo, ocurrió cuando en 1914, cuando presentó La Cruz de Francia, un cuadro que subastó para recaudar fondos para la Cruz Roja y mostrar una oposición clara a la guerra. La obra, con Rubinstein como modelo, muestra a una mujer heroica con traje de enfermera contra un paisaje desolado barrido por el viento mientras, al fondo, se adivina la ciudad en llamas de Ypres, atacada por los alemanes. Tras la guerra el gobierno de Francia concedió a Brooks la Legión de Honor.
Durante el resto de su carrera, Brooks, que nunca alcanzó cotas de artista de referencia, siguió pintando expresivos retratos de mujeres lesbianas que funcionaban como prolongación de su vida —mantuvo una intensidad amorosa constante, libre y cambiante, con algunas relaciones no convencionales y duraderas, sobre todo el trío con la escritora Natalie Clifford Barney y Lily de Gramon,
Sus óleos eran, como señaló con su cinismo despreciativo habitual el novelista Truman Capote, él mismo homosexual, una “galería de bolleras”. Más allá de la aportación de Brooks como abanderada del lesbianismo hay también en sus cuadros un estilo tan libre como su propia vida —terminó dedicándose por completo al dibujo con pretensiones surrealistas y no convencionales, mediante líneas fluidas y continuas que creaba sin levantar el lápiz del papel—.