Cuando me llamaron de esta fundación el sábado 16 de Abril para notificarme los resultados del certamen de cuentos, mi primera reacción fue absolutamente emocional: de franca alegría por razones obvias; porque no queda uno finalista de un premio internacional todos los días, porque, en cierto modo, era el fruto de un trabajo hecho vocacionalmente, porque es una oportunidad para conocerles y conocer a otros narradores, cosas que ya de antemano merecen mi agradecimiento definitivo.
Pero luego, ya más serena, mi mente, que es un tanto obsesiva, se puso a trabajar de otra manera: me iba fijando en las afinidades o circunstancias significativas que de un modo no premeditado me acercaban al certamen. En fin, que salvando las distancias de que él fue un gran escritor y yo todavía no, pensé en la relación entre Max Aub y mi cuento y no pude soslayar lo que para mí les une de una forma clara: el exilio.
Max Aub fue varias veces y de muchas maneras un exiliado y el exilio es la situación traumática por excelencia en el ser humano, junto con el nacimiento y la muerte, que son formas extremas de exilio, al menos en nuestra imaginación. Es evidente que la obra de Aub está marcada por esa situación y ahonda de muchos modos su vivencia, y también su injusticia, por el hecho de tratarse de exilios forzosos provocados por la guerra o la persecución. Por decirlo de alguna manera, escribir –y en especial escribir cuentos- es una forma de redimir esos sentimientos, restituyéndoles una cierta comunidad con algo que no se refiere sólo a la distancia física o la permanencia en un lugar extraño, sino a lo que tiene de esencial a todo ser humano: no tenemos nada, no venimos de ninguna parte, nuestras herramientas son la voz y la palabra, de ahí que pueda amarse algo tan poco físico como un idioma o una cultura y usarlo para siempre como testimonio de identidad. Eso lo hizo Max Aub. Y está presente de una manera particular e íntima en la trama de Mordechai, la narración que presenté a concurso.
El sábado que me llamasteis, releí en mi casa un cuento de Aub: Trampa. Un magnífico relato corto que parecía corroborar algunas de las cosas que yo andaba pensando: un hombre anda por un pasillo, ve una puerta entreabierta y entra. Después no puede salir más, está sólo, se maldice por haber entrado sin pensar y por lo irreversible de haber entrado. Dice:
Hay que suponer que me buscarán. La salvación vendrá de afuera. Es vergonzoso, pero sin remedio. Entonces ¿hay que esperar sentado en el suelo? ¿Y si me olvidan? Las sabandijas que están encovadas en la pared.
¿Y de dónde viene la luz, si no hay resquicio que le deje paso?
Lo espantoso era que había perdido la voz.
Entonces, este fragmento me ayuda a formular un agradecimiento más maduro, el que viene después de la llamada telefónica y se quedará ya siempre: gracias por “venir de afuera”, por “dejar pasar la luz”, por permitir y premiar la voz, las voces.
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