Radclyffe Hall
Radclyffe Hall ha sido y es
considerada por muchas mentes pensantes del lesbianismo la escritora lesbiana
más importante de la primera mitad del siglo XX. Otro sector de esta
‘intelligentzia’, en cambio, la considera un lastre. Para lo primero existe un
motivo de peso: Hall es autora del best seller universal, ‘El pozo de la
soledad’, una novela capaz de vender más de 100.000 copias al año desde que se
publicó en 1928 hasta la muerte de su autora, en 1943. Para ser denostada
también hay un motivo: el tratamiento que da a las lesbianas en esa misma
novela. En ‘El pozo de la soledad’, Radclyffe Hall presenta a las lesbianas
congénitas como criaturas equivocadas pero que, habiendo sido creadas por Dios,
tienen derecho a seguir vivas y a ser compadecidas por el resto de la humanidad.
La pretensión de la protagonista es que la dejen vivir tranquila a pesar de su
‘rareza’. Un mensaje que pretende la piedad y pide perdón por existir y que no
parece buscar el reconocimiento del derecho a la diferencia.
Hall nació en 1880 y fue bautizada como
Marguerite Radclyffe Hall, de niña se hacía llamar Peter y de adulta optó por
el nombre de John. Marguerite, según sus biografías, no tuvo una infancia
feliz: su padre, Radclyffe Radclyffe Hall abandonó a su familia poco después de
que ella naciera y su madre, una dama norteamericana, Marie Diehl, con
expectativas de medrar en la escala social británica apenas se ocupó de ella.
Su hija, que se comportaba como un chico, era demasiado extraña para su
espíritu convencional, así que dejó su formación en manos de niñeras y tutoras.
Durante su adolescencia, cuando empezó a enamorarse y a flirtear con otras
chicas, Hall destacaba básicamente como jinete, como cazadora y como apasionada
del incipiente universo de la automoción. Tres rasgos poco femeninos en la
época y la Inglaterra victoriana en la que vivió.
Mantuvo varias relaciones en aquella
época: con Agnes Nicholls, una alumna de su padrastro, el músico Alberto
Visetti, con la que vivió un idilio más platónico que otra cosa ; y con sus
primas de Estados Unidos, Jane y Dolly, con las que la pasión fue más física
que platónica.
Radclyffe Hall by Charles Buchel, 1918 (National Portrait Gallery, London)
Cuando tenía 21 años heredó la cantidad equivalente a 15 millones de
euros actuales que le dejó su abuelo. Así pudo consagrarse a la escritura
y a sus affaires amorosos.
Su primer gran amor fue la cantante lírica Mabel Veronica Batten. Se conocieron en un balneario alemán el 22 de agosto
de 1907. Batten, una mujer casada, tenía 51 años y Marguerite, 27. El
matrimonio de la primera ni fue inconveniente para que empezaran a vivir juntas
y Mabel asumiese el papel que antes habían desarrollada las tutoras de Hall: le
recomendó que aprendiera francés, que conociera la cultura española (fueron de
vacaciones varias veces a Tenerife y la Orotava quedó inmortalizado en ‘El pozo
de la soledad’), y la introdujo en la literatura lésbica así como en el
catolicismo, religión a la que Hall acabó convirtiéndose a pesar de sus
inclinaciones. Fue en esa época cuando Radclyffe empezó a vestirse con atuendos
masculinos y a lucir monóculo y una gran variedad de sombreros Stetson.
Si Mabel fue en parte responsable del inicio de su carrera literaria,
también fue quien le presentó en 1915 a la que iba a ser su compañera hasta el
final de su vida: Una Troubridge, prima de la cantante y casada con el
almirante Ernest
Troubridge. Una -escultora y traductora y madre de una niña cuya
custodia quedó en manos de su padre- y Radclyffe se enamoraron y durante
un año, hasta la muerte de Mabel en 1916, vivieron un affaire inevitablemente
teñido por un doloroso sentimiento de culpa. En una de las entradas de su
diario Una escribió: “Después de haber conocido a Radclyffe Hall es imposible
imaginarme la vida sin ella”.
Fue el sentimiento de culpa lo que hizo que, tras la muerte de Batten
y cuando Hall y Troubridge ya vivían juntas en el número 10 de Stirling Street,
se volvieran espiritualistas para contactar a través de una medium con Batten
“en el más allá”. Además, Hall incluyó en algunas de sus novelas, entre ellas
‘El pozo de la soledad’, la dedicatoria “A nosotras tres”, aludiendo a aquel
extraño y fantasmagórico triángulo amoroso.
En 1926, animada por el éxito de sus novelas anteriores (“The forge”,
basada en Romaine Brooks, la amante de Natalie Barney; “Casi un amor”,
publicada en castellano por Lumen; “A Saturday life”, “Adam’s Breed”), empezó a
escribir una novela sobre un tema tabú: el lesbianismo. Dos años más tarde, en
1928, se publicó “El pozo de la soledad”, coincidiendo con la publicación de
dos clásicos del lesbianismo: ‘Orlando’, de Virginia Woolf, y ‘El almanaque de
las mujeres’, de Djuna Barnes y en la que Hall y Una aparecen como lady
Tweed-in-Blood y Buck-and-Balk, respectivamente. ‘El pozo de la soledad’ narra la historia de Stephen Mary Olivia
Gertrude Gordon, una inglesa rica, cuyo padre deseaba fervientemente
tener un hijo varón, para el que tenía pensado el nombre de Stephen. A medida
que se hace mayor, se da cuenta de que no es una mujer normal, sino, como se
lee en la novela, “un error de Dios”. La obra finaliza con un victimista:
“Reconócenos, oh, Señor, ante todo el mundo. Concédenos también el derecho a
existir”. De esta novela, un crítico de la época dijo: “Preferiría suministrar
ácido prúsico a un joven que gozase de buena salud, antes que la novela de
Hall, porque el veneno mata el cuerpo, pero el veneno moral mata el alma”.
La novela fue prohibida por “obscena” en Gran Bretaña, a pesar del
apoyo de autores como E.M. Forster, George Bernard Shaw y Virginia
Woolf. Como suele ocurrir, la prohibición hizo de esta obra un
best-seller, pero Hall, superada por la polémica, decidió retirarse al
pueblecito de Rye, junto a Una, en 1930. Siguió escribiendo, sí, pero sus
últimos años estuvieron marcados por la depresión y una gran inquietud
interior.
En 1934 se embarcó en
una tormentosa relación con Evguenia Souline, una enfermera
rusa que había cuidado de Troubridge en 1933. Durante
una década, Hall mantuvo esta relación a dos bandas, en medio de una auténtica
marea de sentimientos encontrados que iban del deseo físico por Souline, al
sentimiento de culpa y al miedo de perder a Una, que se mantuvo fiel a la
escritora a pesar de todo.
Por si quedaban dudas,
cuando Una murió, a los 76 años, veinte más tarde que Hall, dejó instrucciones
acerca de la inscripción que deseaba en su ataúd: “Una Vicenzo Troubridge. La
amiga de Radclyffe Hall”.
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