Lighea, escrito al parecer en 1956, cuando el escritor volvía de una larga excursión por el litoral de Augusta, que realizara en el verano de ese mismo año. Es, sin duda alguna, lo mejor del libro. Y no queremos llamar aquí la atención del lector a fin de que aprecie los valores más evidentes de dicho relato —desde la representación del café Turínés hasta la orgía pánica entre el joven filólogo siciliano y Lighea. Como siempre, para hacerse leer, Tomasi de Lampedusa echa mano de toda su cultura y de todo su genio de escritor impecable. Por su mente pasaron Böecklin, Wells (lo cita, incluso), quizá también el Soldati de La verdad sobre el caso Motta; y su prosa, entre ironía muy amarga y canto desplegado, nunca ha sido tan hermosa, rica y fascinante... (...) Si en verdad quiere uno comprender a Tomasi de Lampedusa; si no se desea malinterpretar el mensaje del mismo Gatopardo —que es, repetimos, moral y político, serial de la verdadera modernidad y originalidad de la novela—, será menester considerar también a este anciano excéntrico, a este cortejador de la Muerte y de la Nada, que es el profesor La Ciura.”
Nota introductoria (Material de lectura, Guillermo Fernández)
Extractos:
Hubo de transcurrir un mes para que de las consideraciones generales —originalísimas, pero genéricas de su parte— pasáramos a los argumentos indiscretos, que son los únicos que distinguen las conversaciones entre amigos y las de los simples conocidos. Y fui yo el que tomó la iniciativa. Su expectoración constante me molestaba (como les molestó también a los guardianes del Hades que terminaron por acercarle a su mesa una escupidera de latón pulido como un espejo). Me atreví a preguntarle por qué no se curaba de aquel insistente catarro. Le hice la pregunta irreflexivamente, y pronto me arrepentí de mi atrevimiento. Esperaba que la ira senatorial hiciera desplomar sobre mi cabeza los artesonados del techo. Pero nada. Me respondió con su voz muy bien timbrada, pausadamente: “Pero querido Corbera, yo no padezco de ningún catarro. Tú, que observas tan minuciosamente, habrás debido notar que nunca toso antes de escupir. Mi expectoración no es señal de enfermedad ninguna, sino de salud mental. Escupo porque me dan asco las tonterías que leo. Si te quisieras tomar la molestia de examinar ese arnés (me indicaba la escupidera), podrías darte cuenta de que contiene muy poca saliva y ninguna traza de moco. Mis esputos son simbólicos y altamente culturales.
“La verdad, senador, es que comencé a venir aquí como a un asilo temporal alejado del mundo. He tenido contratiempos con dos de esas muchachas que usted estigmatiza con toda justicia.” La respuesta fue despiadada y fulminante. “¿Cuernos, eh, Corbera, o bien, enfermedades?” “Ninguna de esas cosas, sino algo peor: abandono.” Y le conté los ridículos acontecimientos de dos meses atrás. Se los conté jocosamente, porque la úlcera de mi amor propio ya estaba cicatrizada. Cualquiera que no hubiese sido ese helenista lo habría tomado a broma o, excepcionalmente, se habría compadecido de mi ruina. Pero el terrible anciano no hizo ninguna de las dos cosas: se indignó. “Esto es lo que sucede, Corbera, cuando se acoplan los seres enfermos y escuálidos. Lo mismo que te digo se lo diría a esas dos mujerzuelas si tuviese el disgusto de conocerlas.” “¿Enfermas, senador? Las dos eran encantadoras. Si usted las hubiera visto cómo comían cuando íbamos a Los Espejos. Tampoco eran escuálidas: eran dos ejemplares magníficos y elegantes.” El senador lanzó a la escupidera uno de sus esputos desdeñosos. “Enfermas, lo he dicho bien, enfermas. Dentro de 50, 70 años, quizás mucho antes, reventarán, porque ya están enfermas. Y también escuálidas: su hermosa elegancia está hecha de chanchullos, de pullovers robados y de mohínes aprendidos en el cine. Qué hermosa generosidad la de ésas, que andan a la pesca de billetuchos viscosos en los bolsillos del amante, en lugar de regalarle, como hacen otras, perlas rosadas y ramos de coral. Esto les pasa a ustedes por enredarse con esos borrones pintados. ¿Pero no sentían ustedes el asco, un asco recíproco al besuquear sus futuros esqueletos entre las sábanas malolientes?” Le respondí como un estúpido: “Pero si las sábanas siempre estaban limpias, senador.” Se enfureció. “¿Pero qué tienen que ver las sábanas? Se trata de su olor a cadáver. Lo repito: ¿cómo le hacen ustedes para andar en juergas con gente de distinta ralea?” Me ofendí, pues yo codiciaba una deliciosa coussette de ventura. “Según usted, no se debe ir a la cama sino con Altezas Serenísimas?” “¿Pero quién está hablando de Altezas Serenísimas? Esas también son carne de cañón, coma las otras. Tú no puedes entender estas cosas, jovencito; y la culpa es mía, por decírtelas. Es fatal que tú y tus amigas se encaminen por los mefíticos pantanos de los placeres inmundos. Muy pocos son los que lo saben.” Sonrió, con los ojos vueltos hacia el techo; en su rostro había una expresión de arrobamiento. Luego me tendió la mano, y se fue.
“Ya te lo he dicho, Corbera: era una bestia, pero también era una inmortal, y es lamentable que las palabras no logren expresar esta síntesis como ella la expresaba con su propio cuerpo. No solo en el acto carnal manifestaba una jocundidad y una delicadeza opuestas a la oscura libídine animal, sino también su conversación poseía una inmediatez poderosa que únicamente he vuelto a encontrar muy pocas veces en los grandes poetas. No por nada es hija de Calíope. En lo profundo de todas las culturas, ignorante de toda sabiduría, desdeñosa de cualquier tipo de constricción moral, ella forma parte del venero de cualquier cultura, de cualquier sabiduría, de cualquier ética, y sabía expresar su primigenia superioridad en términos de escabrosa belleza. ‘Soy todo porque solo soy corriente de vida despojada de accidentes; soy inmortal porque en mí confluyen todas las muertes, desde aquella de la merluza hasta la de Zeus, y reunidas en mí vuelven a convertirse en vida ya no individual, sino pánica y, por lo tanto, libre.’
No hay comentarios:
Publicar un comentario