Las
ciudades europeas vivían durante el Carnaval un frenesí de bailes
de disfraces en los que todo estaba permitido
Los
muchos viajeros que llegaban a Venecia en la época de Carnaval –un
período que en la república de las lagunas duraba varios meses–
quedaban asombrados por el uso generalizado de las máscaras.
El francés De
Brosses escribía
en 1738:«Durante
seis meses todos los venecianos van con máscara, incluso los
sacerdotes, el nuncio o el guardián de los capuchinos; un cura no
sería reconocido por sus feligreses si no llevara la máscara en la
mano o sobre la nariz».Se
decía que había madres que hasta ponían un antifaz a sus bebés.
Todos
iban de esa guisa por las calles, a las casas de juego, a los teatros
y también a los bailes que algunos particulares organizaban y que
constituían una de las diversiones más concurridas.
La
moda de las máscaras se difundió por toda Europa, sobre todo en la
forma del baile de máscaras. En
París, desde principios del siglo XVIII, el Carnaval se convirtió
en una sucesión de bailes de disfraces que daban diversión a miles
de personas durante noches enteras.
Así lo certifica Joachim
Christoph Nimeitz,
un alemán que cuando tenía unos 30 años pasó una temporada en
París, poco antes de la muerte de Luis
XIV en
1715 y a principios de la Regencia del duque
de Orleans (1715-1723), una época en la que el país vivió una
explosión de alegría y hedonismo tras las contraguerrilla
definieron el reinado del Rey Sol.
Nimeitz
explica que los grandes aristócratas organizaban en sus palacios
espléndidos bailes a los que asistían cientos de personas, a veces
miles, todas con máscara y los más variopintos disfraces.
En 1714,
por ejemplo,el duque
de Berry ofreció
bailes a lo largo de tres meses, en los que«todo
era majestuoso: la música, los refrescos, las confituras, el
servicio. Había más de 3.000 máscaras, entre ellas el duque y la
duquesa, todos los príncipes, princesas y otros grandes señores de
la corte y gran número de los principales habitantes de París.
Duraban hasta el amanecer».Otros
bailes eran los que organizaban el duque de Borbón-Condé, el
príncipe de Conti, la duquesa de Maine, el embajador de Sicilia
y
el de España.
El
embajador español era el duque
de Osuna,y
ofrecía bailes dos veces a la semana, en lo que gastó «sumas
inmensas».
En
algunos bailes el acceso era libre, de modo que las salas estaban
abarrotadas. En otros se requería invitación o bien se cerraban las
puertas cuando el recinto se llenaba.
Como
estos bailes particulares no colmaban la demanda de diversión de los
parisino, elduque
de Orleans aprobó
la creación de un baile público en 1716, el «baile
de la Ópera»,
llamado así porque se celebraba en el
teatro de la Ópera.
El edificio se habilitaba elevando el parterre para ponerlo a la
altura del escenario; así, la capacidad era muy superior a la de los
palacios. Durante la temporada de Carnaval había baile de la Ópera
tres días a la semana –lunes, miércoles y sábado– y la entrada
costaba un escudo.
La
gente derrochaba inventiva para la elección de las máscaras y los
disfraces con los que acudían a los bailes. Al luterano Nimeitz
aquello le sorprendía sobremanera:
«Aquí
tienen libertad de presentarse con todo tipo de máscaras, los
hombres con vestido de mujeres, las mujeres con vestido de hombres;
con máscaras de todos los países, de todas las edades, de todas las
clases, por muy extrañas y absurdas que sean. Aquí todo está
permitido, y cuando más rara sea una máscara, más se la admira».
A
falta de un disfraz extravagante se llevaba el dominó, un vestido
talar con capucha que cumplía la función de ocultar la identidad.
Los
bailes empezaban a estar animados a medianoche y se prolongaban hasta
la salida del sol o más allá. Las
salas estaban profusamente iluminadas; la sala de la Ópera contaba
con decenas de lámparas,
además de candelas y farolillos en los bastidores y pasillos.
Albert Lynch (1851-1912)
Jean-Léon Gérôme - "El duelo tras el baile de máscaras" (1857-1859)
En la misma sala la orquesta, de treinta músicos, se repartía a ambos extremos, después de tocar juntos una sinfonía para dar inicio al baile. Se bailaban las danzas de moda en la época: minueto, gavota, contradanza, etc. Pero no sólo se bailaba.
Como comenta Niemitz, «durante toda la noche hasta el amanecer, la gente se divierte. Unos bailan, otros se quedan sentados y charlan, algunos van a tomar un refresco, otros se ocupan de mil maneras».
Círculo de Bellas Artes, 1913
Baile De Máscaras, Rafael De Penagos
De hecho, a menudo debía de resultar muy complicado dar un paso de baile en salas que estaban llenas a rebosar. El mismo Nimeitz dice de un baile que «el número de máscaras era tan considerable que apenas podía uno moverse en las salas. Nos teníamos que quedar quietos allí donde nos encontrábamos, y las máscaras que querían bailar no tenían espacio. Uno se consideraba afortunado si podía atrapar una copa de licor o algún otro refresco en el bufé». Aun así, a la gente le gustaba el apelotonamiento. Entrado el siglo XVIII, el cronista Sébastien Mercier escribía: «Se considera que un baile es muy bueno cuando a uno lo aplastan; cuanto más tropel, más se felicita uno al día siguiente por haber asistido». Las mujeres, según Mercier, no se mostraban incómodas, al contrario: «Cuando la muchedumbre es considerable, las mujeres se arrojan a las idas y venidas, y sus cuerpos delicados soportan muy bien que los compriman en todos sentidos en medio de la multitud, que ya permanece inmóvil, ya flota y rueda».
José Benlliure Ortíz
Roma, 1.X.1884 – Valencia,12.IX.1916
Los bailes de máscaras contaban con un servicio de vigilancia. El duque de Berry, por ejemplo, en los bailes que organizaba tenía a sus guardias «toda la noche con las armas en mano, tanto para desfilar como para impedir los desórdenes». En cambio, otros descuidaban este aspecto y entonces sucedían «cosas horribles», decía Nimeitz. Por temor a estos incidentes las mujeres acudían siempre acompañadas, aunque no necesariamente por sus maridos o prometidos. Gracias a la máscara cualquiera podía aventurarse en un baile sin temor a ser reconocido, en busca de las emociones que se asociaban con el Carnaval. Las diferencias sociales no importaban, aunque, según Mercier, los gestos y el modo de hablar delataban la clase social de cada uno, al menos entre las mujeres: «Las mujerzuelas, las duquesas y las burguesas se ocultan bajo el mismo dominó, pero se las distingue; se distingue mucho menos a los hombres; lo que prueba que las mujeres tienen en todo matices más finos y más caracterizados».
Los bailes de máscaras daban pie a toda clase de aventuras galantes. Nimeitz cuenta el caso de un hombre que, «queriendo un día buscar fortuna en un baile, abordó a una máscara que no conocía ni por el vestido ni por el habla». Era su propia mujer, que había cambiado de disfraz y de voz e iba también en busca de una aventura. Sin reconocerse, ambos prosiguieron la intriga hasta que «los dos tuvieron motivo para reprocharse mutuamente su infidelidad».
En 1781 un incendio arrasó el teatro de la Ópera, lo que obligó a cambiar la sede del gran baile de máscaras de Carnaval. Al estallar la Revolución Francesa en 1789, las máscaras fueron prohibidas y se rompió la tradición de los bailes de Carnaval. Éstos volverían en 1799, pero, según algunos contemporáneos, ya sin el espíritu festivo de décadas anteriores: «La gente no bailaba; se paseaban platónicamente al son de una música que no escuchaban demasiado. La Revolución había dejado en los espíritus un talante grave que dominaba los caracteres hasta en los momentos de recreo». También se perdió la mezcla social: sólo aparecían hombres y mujeres «de la mejor sociedad».
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