Postfacio a Novelas de amor y de muerte, de Vicente Blasco Ibáñez,
por Domingo Rodríguez Romero
(fragmento)
Si
cien años no es nada, ochenta deberían tener remedio. Y esos son
exactamente los que lleva la obra de Blasco Ibáñez subida en la
montaña rusa de las simpatías y antipatías lectoras, críticas y
editoriales. La confección del nuevo canon literario del siglo XX,
sobre la base de la obra de modernistas y noventayochistas cuyo
primer mandamiento de ingreso era la proclamación de la
independencia del arte sobre la realidad social, arrinconó las
propuestas realistas y naturalistas a partir de entonces consideradas
como “garbanceras”. Del “nuestras estéticas se oponían” de
Azorín al “como escritor me parece muy poco interesante” de
Baroja, pasando por la triple negación a lo san Pedro de
Valle-Inclán cuando recibió la noticia de su muerte, las
reticencias de sus colegas “modernos” privaron a su obra de
influencia sobre las nuevas generaciones. Así, el escritor más
leído en vida dentro y fuera de España, y que había alcanzado una
inmoderada popularidad en sus últimos años tuvo que sufrir también,
tras la Guerra Civil, el linchamiento crítico y el olvido de las
instituciones literarias. Pese al tibio intento de Ramón Gómez de
la Serna (“le tenía lástima y admiración”), al más entusiasta
de Josep Pla (“un hombre fabuloso, desorbitado”) y al francamente
exagerado de Guillermo Díaz-Plaja (que lo veía como representante
de una raza mediterránea que constituiría “la aristocracia de la
humanidad”), el juicio predominante durante la dictadura fue la
descalificación en lo personal (Gironella) o el ninguneo en lo
intelectual (González Ruano, Gaziel). La crítica daltónica se
empeñó en negar hasta sus más indiscutibles valores literarios, y
la Academia y las Universidades lo confinaron a notas con lupa en los
manuales bajo la etiqueta de epígono rezagado de un naturalismo que
se batía en retirada frente al “efecto Atila” que supuso la
versión hispana del Modernism. Tras el restablecimiento de la
democracia, y en los ochenta, la cotización de Blasco continuó a la
baja y su obra, considerada inactual, sólo figuraba en los catálogos
de editoriales dedicadas al “best-seller” internacional con
alguna que otra recopilación, más ideológica que literaria, de sus
artículos y la adaptación televisiva de un par de sus novelas
“valencianas”. Pasada esta larga travesía del desierto, la
llegada del fin de siglo y su ineludible reescritura de las
jerarquías establecidas allanó el camino para un nuevo análisis
crítico y la posterior reubicación de su obra. La celebración del
“Año Blasco Ibáñez” para conmemorar el centenario de la
publicación de su novela La barraca (1898) y los setenta años
de su muerte constituyó todo un homenaje de reconocimiento por parte
del mundo académico y propició su reflote editorial de
calidad para el público lector y universitario además de algo
parecido a un consenso crítico que lo calificaba de “poderoso
narrador” a horcajadas entre el Zola de Germinal y el
realismo de crítica social comprometido políticamente.
Consumado
el balance se puede afirmar que la figura y la obra de Blasco han
transitado de uno a otro extremo todos los territorios minados del
campo de batalla literario: de escritor de sonados éxitos de venta
que provocaron la envidia de sus coetáneos a autor obsoleto ajeno a
la tradición que otros fraguaron a sus espaldas. Conocido por todos
pero por casi nadie frecuentado; leído con pasión anteayer e
ignorado como “raro” hasta ayer, hoy parece que el homenot por
fin rehabilitado se beneficia de la actual tendencia a exhumar
lo marginado de aquellos autores cuyas obras estuvieron a la altura
de sus extravagantes vidas. Vuelve, y no del siglo XIX, para
quedarse.
Domingo Rodríguez Romero
Cursé estudios de Filología Hispánica (especialidad Literatura Española) en la Universitat de Barcelona y de Biblioteconomía, Archivística y Documentación. He incurrido en el estudio de algunos idiomas, no llegando a dominar ninguno. Maldito poeta lunar he cometido numerosos poemas que permanecen debidamente inéditos. Comparto con las sombras parentesco y durante años ejercí oscuros oficios, desde lazarillo de ciego de caseta a vigilante nocturno de aparcamiento. Zurdo en la suerte y rengo en los andares, sin lectores pero con leyenda, jamás deseé pegar el estirón de la fama. No tengo proyectos. Ni links.
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