POSTFACIO
Un sueño por carta
Déborah Puig-Pey
Stiefel
Dice Sholem Aleijem que
junto a Menajem Mendel cruzó un «buen trecho de vida, casi veinte
años», y que no es un personaje inventado, ni el héroe de una
novela, sino alguien a quien él conoce íntimamente. Se refiere a lo
que de sí mismo tiene Menajem, muchas de cuyas aventuras vivió el
propio autor, pero también a que se trata de un judío ordinario, un
«Cualquier Judío».
Menajem
Mendel (el fantasioso, el soñador) es uno de esos personajes que
obedeciendo a las pautas de una estructura psicológica, o a las de
un tipo específico de aventura, logra burlar la letra y consigue
encarnar a una persona. Pertenece a la familia literaria de Peter
Schlemihl,1
o a la cinematográfica de Charlot o a la del característico
neurótico de Woody Allen. Como ocurre con éstos, cierta aleación
de humor, ternura y una tragedia singular consigue que el personaje
trascienda su condición de ser ficticio y se convierta en sombra
deforme de todos los hombres: lo devuelve a la realidad que le
insufló el primer aliento.
A
través de la correspondencia con su esposa –la realista y
sarcástica Sheine Sheindel–, un emigrante que sale de una pequeña
ciudad rusa a buscar fortuna nos muestra un empeño inagotable, a
veces grotesco, por realizar alguna gesta empresarial, por amasar
riqueza o por despuntar en algún gran proyecto; va de ciudad en
ciudad, de Odesa a Yehupetz (trasunto de Kiev), de oportunidad en
oportunidad, de agente de bolsa a casamentero, de escritor a
comerciante, y recorre todos los agujeros hasta llegar a América. El
fracaso de todas las iniciativas de Mendel no es más que un breve
período en el que incubar el sueño siguiente, un nuevo arranque
para huir de la mísera realidad: la humilde aldea de Kasrilevke,
residencia para judíos en la Rusia del Zar, también llamada gueto.
Estas
cartas entre los esposos Mendel son como un documento del
sentido del humor yiddish: mordaz, ingenuo y espiritual, combinación
característica de estos relatos del mundo judío centroeuropeo y
eslavo, heredado por la Comedia yiddish americana (Hermanos Marx,
Harold Lloyd, Charles Chaplin, Jerry Lewis, Woody Allen) y presente
en el cabaret del Berlín prenazi. En las últimas décadas, quizás
el exponente más popular de este humor casi filosófico ha sido El
violinista en el tejado (The fiddler on the roof, 1971),
el filme de Norman Jewison basado en la figura de Tevie, personaje
también creado por Sholem Aleijem, un lechero que suspira por casar
a sus hijas con hombres ricos y debe asimilar la imposibilidad de sus
deseos junto a los grandes cambios de la época, es decir, la
Revolución Rusa y el descubrimiento del matrimonio por amor. Para
ello recurre a la tradición sobre cuyos cimientos se ha construido
la vida entera de su comunidad, Anatekva, muy parecida a la de
Menajem. El recurso es ni más ni menos discutir con Dios.2
Tevie
el lechero es un recorrido irónico que va desde la esclavitud de
la existencia –el esfuerzo diario de ordeñar, comprar, vender,
contemporizar con la vecindad, casar y casarse, discutir con la
esposa, criar a los hijos– hasta las últimas preguntas sobre el
ser; reprocharle a Dios, preguntarle, entenderle, congraciarse
con Él, tener un papel en la vida, interpretar los textos sagrados
o... hacerse rico, cosa no exenta de designios dificilmente
descifrables y sobre la que más anhela saber Menajem Mendel, el
soñador.
¿Pero
qué tiene de especial el humor judío? Sea dicho en términos
drásticos, la desesperación.3
Una corriente de melancolía persistente, laboriosamente escrita y
transcrita, durante largos períodos de tiempo –de historia– es
capaz de generar una gran descarga de ironía. El humor judío tiene
la particularidad de haber surgido de una resistencia especulativa
contra el dolor, por eso se le llama autoirónico y se dice que puede
encontrarse en el libro de Job cuando éste se describe a sí mismo
como ridículo, abandonado a una sarna insoportable sin dejar de
preguntarse por qué Dios envía el mal a la buena gente... Quizá
por eso fue otro judío, Sigmund Freud, el que hizo notar que el
chiste es un dispensador de placer gracias a recursos del pensamiento
que han escapado a la censura.4
Además, este relato contiene un núcleo periodístico de lo que será
la vida del emigrante –no sólo el judío–. En cierto modo,
Mendel es un iconoclasta del sueño americano, que sólo cumplirán
unos pocos afortunados, y un desmitificador de la imagen del judío
que se hace rico con sólo respirar, o de la silueta del que apila
sus monedas en montones distintos cada noche, en un cuarto que por lo
general tiene escasa luz. Menajem Mendel tiene la desfachatez de
acometer el exilio y la soledad como requisitos de una gran aventura,
más allá de las necesidades de supervivencia personal. El fracaso
es eventual, el sueño no.
Tres
autores son los promotores de la literatura yiddish: Mendele Mojer
Sforim («Mendele el vendedor de libros»), seudónimo de Shalom
Ya’akov Abramovitch (1835-1927), Itzjok Leibush Peretz (1852-1915)
y Sholem Aleijem («la paz sea con vosotros», fórmula de saludo
coloquial), seudónimo literario de Shalom Rabinovitch (1859-1916).
Se les ha llamado el abuelo, el hijo y el nieto de la literatura
yiddish moderna. De los tres, Sholem Aleijem es conocido como «el
maestro de la risa judía». También se le ha llamado el Mark Twain
judío, comparación que tuvo su origen en la forma en que ambos
autores inventaban nombres distintivos y sonoros para sus personajes,
pero que se fue extendiendo al tipo de humor, la descripción irónica
de las costumbres, el talento para entender el mundo infantil y otros
aspectos, hasta el punto de convertir el encuentro entre ambos
escritores en poco menos que legendario. Al conocerse, Twain acogió
las comparaciones con un «Yo soy el Sholem Aleijem americano».
A
Aleijem le suceden Sholem Asch e Isaac Bashevis Singer, entre otros
herederos de la literatura yiddish. En Bulgaria, Elias Canetti se
crió con el yiddish y el sefardí, castellano antiguo que hablan los
judíos del Mediterráneo. Franz Kafka fue un fervoroso asiduo al
teatro judío de Praga. El teatro yiddish tuvo una repercusión
importante. En Varsovia se fundó la célebre Compañía de Vilna
(capital que tuvo quince teatros yiddish); en Rumanía, el teatro de
Iasi; en Moscú se fundó el Teatro Estatal yiddish, y en Nueva York,
el Teatro del Arte yiddish. Hoy día aún se representan clásicos
como El dibbuq, de
Shloime Ansky
(1911), o El Golem,
de Levick Halpern. Brooklyn mantuvo durante medio siglo
una cartelera yiddish de entre cuyas producciones los Tomashevsky
eran famosos empresarios, todos ellos emigrantes centroeuropeos, como
el propio Sholem Aleijem, que escribió un buen número de obras para
la escena. Aquí es importante la influencia mutua entre Aleijem y
Marc Chagall. El pintor provenía de una aldea judía bielorrusa –un
shtetl–, se crió en el mismo ambiente y, con una
sensibilidad afín a la de Aleijem, imaginó un «nuevo arte judío»
impregnado de las mismas vivencias. Se entusiasmó al redecorar el
Teatro yiddish de Moscú e ilustró cuentos de Aleijem y de muchos
otros, generando una representación de apariencia onírica (conviven
y levitan los hombres, la infancia, la música, los libros, el
ganado), pero muy arraigada en las sensaciones de la vida diaria con
las que se había criado en su aldea natal. Básicamente, el
entusiasmo de ambos creadores proviene de la misma corriente, un
nomadismo espiritual que hay en el yiddish y que campa a sus anchas
en esos pueblecitos judíos de Europa, esto es, la imagen creada y
recreada por Chagall: un violinista en un tejado.
El
yiddish tiene letra, pero también música: el klezmer, mezcla
de música jasídica e instrumentos y estilos de la Europa
centro-oriental. El klezmer desapareció tras los pogromos y
el nazismo, pero resucitó con el jazz a partir de la década
los setenta del siglo pasado. Por otro lado, la cultura hebrea es
abiertamente grafómana; basta un pedazo de cuartilla o tiza,
cualquier cosa que permita a las letras dejar un rastro, una
invitación desde cualquier sitio a reiniciar una nueva generación
de libros, para que se diseminen los caracteres merced al más
fecundo y menos «belicoso» de los impulsos expansionistas. Morris
Rosenfeld, Melech Ravitch (Canadá), Chaim Grade, Aaron Zeitlin,
David Bergelson, Isaac Nusinov, Aaron Glanz e Israel Joshua
Singer son autores de obras literarias que en su tiempo originaron un
verdadero movimiento artístico. Zalman Schneour escribió literatura
erótica y Moshe Kulbak es el realista social. La prensa en yiddish
tuvo dos grandes centros de gravedad: el Kol Mevasser, de
Odesa, fundado en 1863, y el Yiddishes Tageblat, en Nueva
York. Max Weinreich estudió el yiddish desde la lingüística y la
filosofía.5
Si a todo esto le añadiéramos guiones y adaptaciones para el cine y
la música, la lista sería de una extensión espléndida.
Hay
que destacar que el yiddish moderno, aunque tenga antecedentes
literarios medievales, es un idioma que «se habla», resurge del
habla, una lengua-paradoja en hombres que físicamente no se separan
de su libro sagrado. No tiene pureza lingüística, es una
mezcla de palabras germanas, eslavas y semitas que floreció en estas
narraciones y piezas teatrales a partir del siglo XIX. Sus raíces
son muy cercanas a las necesidades cotidianas de los hablantes. Entre
ellas se encontraban la religión6
y la integración de estos judíos en Europa y Estados Unidos
(askenazíes, jasídicos; durante la primera mitad del siglo
XX, diez millones de personas repartidas por el mundo hablaban
yiddish), pero también la exigencia de diferenciarse como cultura
ajena. Estas características son las de su literatura:
cotidianeidad, espiritualidad, trascendencia respecto a lo
territorial y, por supuesto, ironía.
Posiblemente
el humor yiddish es, al mismo tiempo que un recurso narrativo, una
especie de legado del espíritu de un mundo desaparecido. Es, en el
sentido más profundo de la palabra, historia. Historia de una
cultura de entreguerras que tuvo su auge y su ocaso, un romanticismo
exclusivamente literario que proliferó como un imperio en miniatura
construido en el frondoso bosque europeo. Luego, Menajem Mendel no
puede ser otra cosa que un especialista en sueños, un labrador de
tierras prometidas. Por esa razón el humor judío ya no podrá ser
del todo igual a partir del nuevo Israel; un Estado delimita los
contornos de una identidad nacional y, en cierto modo, desaloja algo
connatural al humorista yiddish: el desarraigo. La paz sea con
vosotros.
La
maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso. Aunque ésta no es una obra yiddish, ha
sido objeto de comparación por el parecido «caracterológico» entre Menajem
Mendel y Peter Schlemihl. Un «Schlemihl» era un hombre con mala suerte, mal
ubicado, enfrentado al mundo sin proponérselo, que podía «quebrarse la nariz
aunque cayera de espaldas».
«Señor,
has creado mucha gente pobre. Ser pobre no es ninguna vergüenza, pero tampoco
es que sea un gran honor. Si yo fuera rico construiría una casa muy grande, con
una larga escalera para subir y otra aún más larga para bajar... Si yo fuera
rico tendría el tiempo de que carezco para sentarme en la sinagoga y rezar... Y
hablaría de los libros santos con los hombres cultos varias horas cada día.
Sería la cosa más dulce del mundo...» (Monólogo perteneciente a El violinista en el tejado.)
Véase Judith Stora-Sandor, L'humour Juif dans la littérature,
París, PUF, 1984. La autora
muestra las etapas históricas del humor judío hasta cristalizar en su estilo
característico, generado sobre la angustia y el aislamiento que el judío
moderno experimenta como identidad, o el desdoblamiento de verse tan sólo a
ojos de los otros.
«La
técnica peculiar del chiste y exclusiva de él consiste en su procedimiento para
asegurar el empleo de estos recursos dispensadores de placer contra el veto de
la crítica, que cancelaría ese placer» (Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo
inconsciente, Madrid, Alianza, 1988).
Popular
por esta declaración: «Un idioma es un dialecto con flota y ejército». Véase The YIVO and the Problems of our Time, Nueva York, YIVO Bletter, vol. 25 nº 1, 1945.
6 No
siempre el yiddish fue apreciado por las autoridades religiosas judías. En
ocasiones lo tomaron por un lenguaje doméstico, espiritualmente defectuoso frente
al hebreo. Era también la lengua en que escribían y leían las mujeres,
apartadas del estudio de la Torá, situación que representó el nacimiento de una
literatura que podemos llamar femenina con especial exactitud (Celia Dropkin, Anna Margolin, Kadya Molodowsky, entre muchas otras). Esther Kreitman, hermana de Bashevis Singer, inspiró Yentl, llevada al cine por
Barbara Streisand.
La
maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso. Aunque ésta no es una obra yiddish, ha
sido objeto de comparación por el parecido «caracterológico» entre Menajem
Mendel y Peter Schlemihl. Un «Schlemihl» era un hombre con mala suerte, mal
ubicado, enfrentado al mundo sin proponérselo, que podía «quebrarse la nariz
aunque cayera de espaldas».
«Señor,
has creado mucha gente pobre. Ser pobre no es ninguna vergüenza, pero tampoco
es que sea un gran honor. Si yo fuera rico construiría una casa muy grande, con
una larga escalera para subir y otra aún más larga para bajar... Si yo fuera
rico tendría el tiempo de que carezco para sentarme en la sinagoga y rezar... Y
hablaría de los libros santos con los hombres cultos varias horas cada día.
Sería la cosa más dulce del mundo...» (Monólogo perteneciente a El violinista en el tejado.)
Véase Judith Stora-Sandor, L'humour Juif dans la littérature,
París, PUF, 1984. La autora
muestra las etapas históricas del humor judío hasta cristalizar en su estilo
característico, generado sobre la angustia y el aislamiento que el judío
moderno experimenta como identidad, o el desdoblamiento de verse tan sólo a
ojos de los otros.
«La
técnica peculiar del chiste y exclusiva de él consiste en su procedimiento para
asegurar el empleo de estos recursos dispensadores de placer contra el veto de
la crítica, que cancelaría ese placer» (Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo
inconsciente, Madrid, Alianza, 1988).
Popular
por esta declaración: «Un idioma es un dialecto con flota y ejército». Véase The YIVO and the Problems of our Time, Nueva York, YIVO Bletter, vol. 25 nº 1, 1945.
6 No
siempre el yiddish fue apreciado por las autoridades religiosas judías. En
ocasiones lo tomaron por un lenguaje doméstico, espiritualmente defectuoso frente
al hebreo. Era también la lengua en que escribían y leían las mujeres,
apartadas del estudio de la Torá, situación que representó el nacimiento de una
literatura que podemos llamar femenina con especial exactitud (Celia Dropkin, Anna Margolin, Kadya Molodowsky, entre muchas otras). Esther Kreitman, hermana de Bashevis Singer, inspiró Yentl, llevada al cine por
Barbara Streisand.